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El día en que la madre ve morir a su hijo

Foto del escritor: Nayeli PereznegronNayeli Pereznegron

Recordemos que mañana viernes, Jesús murió por nosotros. Inspirada en este momento, el de más dolor para María, escribo esto:


El día en que la madre ve morir a su hijo


La madre que pierde a un hijo tiene que reconstruirse de una forma diferente a cualquier otro tipo de pérdida; ella se acaba de quedar incompleta y es forzada a completarse como pueda, ya que nadie comprende el dolor de perder a un hijo, ni siquiera quienes lo hemos vivido.


Entonces, además de incompleta, se siente vacía, incomprendida, rara y diferente; no se encuentra a sí misma porque le es difícil comprender en el momento que no se encontrará jamás, que esto la marcará de por vida para bien o para mal según su fe y actitud, pero para bien o para mal siempre será distinta.


¿Y cómo podría una madre ser igual después de enterrar su propio corazón, después de que pareciera que tanto amor quedó en cenizas?


Esto es totalmente antinatural; sin embargo, si aprende a amar a esa nueva persona que renace desde las mismas cenizas, será capaz de reconstruir todo lo que se presente por su vida, hará maravillas porque nadie como ella entenderá el dolor real, el dolor más grande; no de hambre, no de justicia, no de enfermedad... el dolor desgarrante de ver partir lo que más ama sin poder hacer nada, porque ni la mamá del hijo pobre, ni la mamá del hijo hambriento, ni la mamá del hijo encarcelado, ni la mamá del hijo enfermo cambiaría su dolor por el de la mamá que sepulta al hijo; de hecho, está luchando por no llegar a ser ella y ella deseando cambiarle el lugar a cualquiera. Aquí me doy cuenta de que es más fácil cargar la cruz que todavía está presente, que cargar la cruz que ya no está, porque al no tenerla físicamente es difícil entender cómo tomarla, de dónde agarrarla, cómo recargarla; por eso aquí la fe juega un rol importantísimo. Cuán grande fue la cruz que María cargó al lado de su hijo también, la cruz que no se ve, la cruz invisible, la cruz en silencio.


Creo que un poco de todo esto hace a esta madre especial ante el misterio del dolor y de la muerte; la puede hacer muy compasiva, esa mujer puede hacer maravillas, esa mujer puede ser capaz de ver, sin vendas ni ataduras, el verdadero significado de la vida, del amor, de la fe, de la empatía y de la esperanza.


Si actúa rápido ayudando a otros a partir de su dolor, empezará a darse cuenta de que Dios no es el que quita, es el que reconstruye; por ello no hay manera de reconstruirse sin Él. Cuando entendemos que perder a un hijo es una oportunidad para abrazarnos de nuestro Padre, no volveremos a sentir dolor con soledad y miedo; sentiremos el inevitable dolor pero acompañado, y créeme que hay una diferencia abismal entre sentir ese dolor tan profundo sola que profundamente acompañada, y ese acompañamiento profundo es un regalo que proviene solo de Dios, quien además permitió que su madre sintiera el mismo dolor que ella siente, así que cuando lo entiendes no solo te acompaña el Padre sino la Madre, y no hay abrazo más consolador que el de una madre, más aún una madre que entiende tu dolor, que lo vivió desde la cruz.


No es lo mismo sentir el dolor con miedo que sentir el dolor confiada, y esa confianza solo es capaz de regalarla Dios, como también nos regala la esperanza de su promesa de resurrección a la vida eterna.


Cuando perdemos a nuestros papás, nos llaman huérfanos.


Cuando perdemos al esposo(a), nos llaman viudas(os).


Cuando perdemos a un hijo… ¡literalmente no tiene nombre! Y si los grandes psicólogos dicen que es el dolor humano más grande que se puede sentir, creo que debemos agarrarnos de alguien aún más grande para poder seguir.


Así como Dios ama a la mujer, su obra maestra, regalándole la capacidad de dar vida, así Jesús ama con todas sus fuerzas a la mujer que es capaz de desprenderse de ese regalo; no la deja desamparada nunca. Porque cuando más vacío queda el corazón de una madre, más espacio tiene Dios para llenarlo, si ella se lo permite.


Así de bueno es Dios, el único capaz de sanar el dolor más grande.


Así fue la Virgen, quien también perdió a su hijo.


Al escribir esto reflexiono:


¡Cuán indigna me siento al pensar que Dios no solo me regaló la capacidad de dar la vida, sino también el honor de acompañar a mi hijo en su calvario contra el cáncer, dejándome limpiar sus llagas, dándole agua cuando tenía sed e incluso cargando su cruz de vez en cuando, cosa que hubiera deseado María!


¡Cuán especial me siento hoy al pensar que, así como María, pude amar lo más preciado y también pude sentir su desgarrante dolor!


Porque estoy convencida de que Dios no nos manda “el mal”; sin embargo, el dolor nos puede hacer conocer a Dios si lo permitimos.


El milagro que siempre pedimos con humildad, fe y amor llega... somos nosotros quienes nos tardamos en reconocerlo; hay quienes nunca lo ven porque Dios es la luz que nos permite ver con claridad y hay quien decide caminar en la oscuridad, por ello no lo puede ver.


Pidámosle a Dios que nos permita conocerlo de verdad, volteemos a ver a Jesús en la cruz y agradezcamos el regalo que nos da, acompañemos a María abrazando y valorando a nuestros hijos, porque no hay nada más hermoso en la vida que ser agradecidos y lo que pasó hoy debemos agradecerlo hasta la eternidad.

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