La historia de una madre que se convierte en niña
Un día, estaba una madre primeriza reflexionando. Verás, cuando una madre está embarazada reflexiona más, aunque no lo observe, y esto pasa por el increíble y maravilloso hecho de que su cuerpo está engendrando un milagro.
"¿Realmente existirán el cielo y los milagros?"
—reflexionaba. Dios no responde con palabras.
Al poco tiempo, esa madre tuvo a su hija entre sus brazos, provocándole un amor inmensurable que jamás imaginó. Tenía el cielo entre sus manos; sin embargo, el dolor de parto o la anestesia no le permitieron verlo claramente.
Esa niña fue creciendo; se alimentó de ella o por ella; seguía siendo parte de un milagro que ya no permanecía dentro de ella pero que seguía vivo gracias a ella. Sin embargo, las desveladas y los llantos no le permitieron verlo claramente. La niña fue creciendo y logró varias veces estremecer el corazón de esa madre cuando veía la inocencia y bondad que solo una niña posee, pero inmediatamente recordó que ya iban tarde a las clases de natación, así que dejó pasar por alto la lección de una persona que aún era tan pura como el propio cielo de donde tenía tan poco de haber llegado.
Esa niña, algunas veces, le habló de Dios como si le hablara de alguna de sus amigas en la escuela, tan simple y tan real que su “mente adulta” llegó a recordarle también que “estaba hablando con una niña” y no le permitió escucharla claramente. Estaba tan metida en su papel de educar que le fue imposible dejarse educar por su propia hija.
Esa hija fue creciendo y se fue haciendo cada vez más parecida a ella; entonces, la calma de verla más independiente le permitió reconocer, algunas noches, que su niña se había ido y, junto con ella, muchas lecciones. Sin embargo, las desveladas por recogerla de los antros no le permitieron sentirlo claramente.
Su niña se casó y ella pensaba, algunas noches, que si pudiera pedir un deseo sería regresar el tiempo y verla lentamente descubrir y admirar la naturaleza tal como lo hacía cuando estaba pequeña. Sin embargo, la noticia de que una nieta venía en camino no le permitió reflexionar sobre ese sentimiento.
La madre se convirtió en abuela y pudo ver claramente la respuesta a su pregunta, esa respuesta que Dios le mandaba desde un inicio: “¿Realmente existirán el cielo y los milagros?” Esa vez ella no sentía dolor de parto como para no reconocerlo.
Vio crecer a su nieta, la vio alimentarse por o de su madre, vio crecer esa alma bondadosa, pura y frágil que solo una niña puede poseer; se dio cuenta claramente de todas las respuestas que Dios le mandaba a través de su hija, pero que al estar tan ocupada no llegó a apreciar sino hasta que logró vivir su vida más despacio, con menos prisa, con más detenimiento, con menos ocupaciones. Esta vez se asombró al reconocer que también los hijos vienen a educar a los padres, siendo el complemento perfecto del milagro de la creación.
Reflexión: Los bebés son puros por naturaleza; entre más crecen y más tiempo van pasando en esta vida, esa pureza y bondad se va desvaneciendo hasta convertirlos en adultos, como parte del aprendizaje que casi todo ser humano debemos tener para finalmente evolucionar, llegando a la senectud y encontrando así la sabiduría necesaria para comprender la vida, amarla sin complicaciones, admirando lo que es simple. Por eso la abuela ama tanto a su nieta y esa nieta ama tanto a su abuela; pareciera que tienen una conexión mágica. ¿Sabes por qué? Porque ambos están en el mismo punto de la curva de la vida y, a pesar de que esa abuela fue esa nieta alguna vez, tuvo que pasar por el proceso de ser joven y luego adulto para recordar y valorar que la vida comienza y termina “siendo niños otra vez”.
Porque para Dios el milagro de un hijo es la prueba más grande del regalo de su amor, recordándonos que:
“Tanto amó Dios al mundo, que nos entregó a su único Hijo, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna”. Juan 3:16
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