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No todo cambia ante la nueva normalidad

Foto del escritor: Nayeli PereznegronNayeli Pereznegron

Durante esta pandemia, como mucha gente, traté de tomar al toro por los cuernos y sobrellevar con la mejor actitud la cuarentena. ¿Qué tanto podían afectar cuarenta días? Vamos, mi soberbia me hizo creer que, si ya había estado más de 365 días encerrada en un cuartito de hospital luchando contra otro tipo de enfermedad, ¿qué serían 40 días?


Emocionada, preparé actividades para mis hijos y tuve una cuarentena hermosa, feliz, en familia.


La sorpresa vino cuando esa cuarentena se convirtió en “la nueva normalidad”. Empecé a tomar medidas para coordinar el trabajo, mi apostolado, el homeschool, la casa, una mudanza, el marido, la familia, y me puse al final de la lista. Dejé incluso de hacer algo que tanto amo y que me ayuda a reflexionar y mantenerme en continua introspección, como escribir. Dejé de hacer ejercicio, de orar/meditar, y ni se diga de socializar o ir a misa… estrictamente prohibido por miedo.


Nayeli, la que da pláticas y alienta en sus redes a ver lo positivo de la vida, estaba sumamente frustrada, y no entendía por qué…


Me juzgué duramente, malamente. Suelo recordar el momento más difícil de mi vida (la muerte de mi hijo) para minimizar los sentimientos de tristeza que rara vez surgen en mi interior. Así pasaron abril, mayo, junio, julio, agosto... perdida, sin tiempo, desorganizada, olvidadiza. Me decía a mí misma que era temporal, que era la pandemia, pero por alguna razón no había sincronía entre lo que sentía y lo que verdaderamente quería. Empecé entonces a eliminar de mi vida todo aquello (cosas y personas) que me robaban la paz. Cerré mis redes por unos días, tomé medidas, mis medidas, y seguía sintiéndome igual.


Un día, desesperada, le platiqué a mi esposo que no me sentía cómoda con mis decisiones y mi manera de enfrentar esta pandemia. No encontraba paz y no entendía qué estaba pasando. ¿Por qué, si ya había vivido un encierro mucho más duro, mucho más doloroso, una crisis mucho más fuerte, me sentía así? Simplemente no conectaba con lo que siempre predico.


¿Qué era diferente esta vez al encierro doloroso de un hospital con un hijo enfermo?


Tenía salud, hijos más que saludables corriendo por toda la casa, una cama en vez de aquel sofá incómodo, comodidades, agua caliente, sin olvidar el agua fría del hospital, comida casera...


¿Cómo podía sentir frustración y tristeza?


Fue así que, después de mucho reflexionar y abrir mi corazón para escuchar, descubrí que lo único que me faltaba reforzar durante la pandemia era mi relación con Dios. Por querer abarcar todo y exigirme tanto en momentos de crisis, me olvidé de lo verdaderamente importante: reforzar mi fe. Y es que, en lo personal, no logro conectarme con las misas por Zoom y, con la sobresaturación de home todo, malamente me olvidé de esa parte.


Entonces descubrí que el COVID me había dado una gran lección: la fe que no se alimenta adelgaza, y es la única parte de mi persona que deseo que sea MUY robusta. Mi vanidad fue tan grande que creí que, por ser una mujer de fe, quien vivió en primera fila ese amor y plenitud en Dios durante la enfermedad de su hijo, ya estaba exenta, y no fue así. ¿Por qué tendría que ser así?


Descubrí que, así como la comida alimenta al cuerpo, la fe y la oración son el maná del espíritu, y de igual manera deben consumirse cada día. Así como reforzamos nuestro sistema inmunológico con vitaminas para estar protegidos, debemos de igual manera reforzar nuestra alma con vitaminas de fe para, ahora sí, estar completamente protegidos.


Fue entonces que volví a tomar medidas, no las mías esta vez… Volví a darme el tiempo, como prioridad, de reconectarme con mi esencia, y todo empezó a vibrar en son de paz a mi alrededor. Y es que ¡qué tarea tan difícil tenemos las madres de familia! Si tienes un mes malo, todos los que más amas y están a tu alrededor lo tienen. Nuestro trabajo es tan importante en la figura de la familia que todos se estresan cuando nos estresamos, y tenemos la virtud de poder hacer felices a los que nos rodean siendo felices también.


Esta época del COVID nos ha privado de muchas cosas, y es completamente normal que nos sintamos cansados, desconcertados, frustrados…


Pero fue en los momentos de más incertidumbre y frustración donde la oración tomó el rumbo de mi vida.


Fue en los momentos más cansados donde mi fe me mantuvo de pie. Es justamente en estos momentos donde debemos reconectarnos con Dios, con nosotros, con lo esencial, y no perder de vista que absolutamente nada está garantizado. En esta vida debemos trabajar para conseguirlo todo, y por ello de igual manera debemos trabajar nuestra fe y nuestro espíritu.


No podemos ir solos contra los problemas; todos necesitamos una guía. Encuentra la tuya, y no olvides que en los momentos duros hay que trabajar primero en ti, para entonces poder irradiar amor y paz, esa que tanto se necesita en estos momentos, para los que están a tu alrededor.


Gracias, padre Jorge, por recordármelo.


Dios siempre ha sido la nueva normalidad y es siempre la respuesta ante cualquier crisis, por difícil que sea.


No busques la paz afuera. Búscala dentro.


No todo cambia ante la “nueva normalidad”.

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